sábado, 9 de diciembre de 2023

LAS ERMITAS Y LAS CRUCES DE PIEDRA.

 

Las ermitas y las cruces de piedra.

 

Tanto en la relación de 1787 como en la de 1850 que venimos citando, se da noticia de cinco ermitas en el campo, o extramuros de la población. Éstas eran la de Nuestro Padre Jesús, Belén, Jesús y María, San Antón y la Santa Veracruz. Como no se menciona la del Calvario es seguro que su construcción fuera casi contemporánea nuestra, y el tipo de edificación así lo revela, lo mismo que la decoración, hecha de mano poco hábil y pobre, como el conjunto del edificio. Debió edificarse con poca holgura de medios, además de con mal gusto. Allí se dio culto al Cristo del Calvario, a Santa Rosa y a San Isidro Labrador. Todo se perdió y arruinó en la guerra civil.

 

La ermita de Belén ha desaparecido totalmente. Sabemos que estuvo en la huerta que hoy es de la familia Aranda, en el Colmenero. En el catastro de Ensenada esta ermita aparecía con cuatro celemines de huerta rodeando el edificio. Seguramente los Aranda poseían la huerta colindante, y en la Desamortización lo reunieron todo en una sola parcela. Por referencias que recogimos en nuestra niñez de boca de Oratoria la Reina, que fue asidua a la ermita, a ella acudían a cantar villancicos las comparsas de Nochebuena, y allí también acudía la gente, en la noche del 5 al 6 de enero, provistos de escaleras, para ver a lo lejos la llegada de los Reyes Magos. Sólo sabemos que en ella se daba culto a Nuestra Señora de Belén.

 

De la ermita de Jesús y María quedan en pie las paredes maestras y la casilla del santero, convertida en vivienda particular. En el mentado Catastro aparece con doce celemines de tierra de secano en propiedad. Todavía alcanzamos a verla abierta al culto, y así se hacía cada año una fiesta a San Blas, que era festejo de todos los vecinos del Barrio Bajo. En la Pascua Florida se hacía en ella la bendición de los campos, a la llegada del clero cantando las Letanías Mayores. En el atrio tenía unos asientos de piedra que hacían grato el descanso, y era lugar de paseo. Entre 1929 y1930 se desmanteló, por no haber acudido a tiempo a su reparo, y el modesto retablo y las imágenes se recogieron en la Parroquia. Se daba en ella culto a San Blas, entonces santo de gran devoción, patrono para remediar los males de garganta, que podía ser amparo en las epidemias de difteria, que la gente llamaba “las llagas”; y con él al Arcángel San Miguel, imagen que perturbó el sueño de la gente menuda del Castillo durante siglos, pues el Arcángel, armado de punta en blanco con casco, rodela y espada, pisaba al demonio, representado con un espantable gesto de ira, enseñando los dientes blancos en la roja boca inflamada de llamas, negro el cuerpo y sujeto por unas cadenas, que sostenía la mano de San Miguel.

 

La ermita de la Santa Veracruz fue destruida por los franceses después de utilizarla como acuartelamiento del destacamento de Dragones que guarneció aquellos años el Castillo, como antes dijimos. De su propiedad era el huerto en que están sus ruinas. Fue seguramente la primera que desapareció, y no conocemos a nadie que la recordara abierta al culto. Parece que en ella se daba culto a la Cruz de Caravaca, y en las veletas y remates de tejado que recogimos de ella estaba este tipo de cruz con doble palo horizontal.

 

Todavía se mantiene en pie la de San Antón, aunque sin otro adorno que la imagen del titular burdamente restaurada. Tuvo en sus buenos tiempos un retablo decente con la imagen del titular, una imagen de la Verónica y una buena talla de Jesús atado a la columna. Todo se destruyó durante la guerra civil, y la imagen de la columna terminó colgada de un árbol del Paseo por los defensores de la libertad. Ha vuelto a tener culto algún día al año, y por la comodidad de que en ella descanse el duelo en los entierros que se dirigen al cercano cementerio. Esta ermita fue famosa en tiempos pasados por los grandes festejos que se celebraban el día de San Antón. Aún recuerdan los viejos con añoranza la subasta de testuzos y patas de cerdo, así como pujas por alcanzar los roscos adornados de cintas que regalaban al Santo las mozas, y subastaban en beneficio de aquél sus novios y pretendientes. Un pintoresco mundo ido, con sus preocupaciones y con muchas alegrías unidas al recuerdo de las fiestas de San Antón.

 

La ermita de Nuestro Padre Jesús Nazareno mereció más larga referencia en la relación de 1850. de las otras dice: “Todas ellas pequeñas y sin ningún mérito arquitectónico”, pero de ésta: “Se venera en un camarín, recargado de adornos platerescos, la imagen del titular que, aunque algo exagerada, es de bastante mérito artístico”. Destaquemos en primer lugar que el edificio es muy capaz y sobrado para ermita; más bien una pequeña iglesia. No sabemos cómo sería el camarín que dice aquella referencia, pues, alrededor de 1920 y por iniciativa y cuenta de la Condesa de Humanes, se hizo una reparación general del edificio, que amenazaba ruina por su proximidad al barranco que por allí pasa. Después de aquella reparación el camarín fue pintado al temple sobre un fondo de adornos de estucos, que bajando de la cúpula de aquél fingían colgaduras. Después de la guerra civil había desaparecido el retablo, y posteriormente, al hacer reparaciones en el edificio, se perdió todo rastro de lo que allí hubiera. Todo es pobre y liso, mondo y lirondo, y sin otro adorno que la cal de blanqueo. Tuvo su altar principal un buen retablo de madera estofada, con cuatro columnas salomónicas, más altas las centrales, entre las que se encontraba el cristal que cerraba el camarín donde está la imagen; a los lados, en sus hornacinas, se veían las imágenes de San José y la Dolorosa. Ya hemos dicho que la talla de San José era buena; añadamos que fue siempre el Patrono de nuestro pueblo. Había también dos pequeños altares laterales, con modestos adornos en madera estofada, en los que estaban las imágenes de la Magdalena y un Crucificado de ningún valor.

 

Mientras se hizo la reconstrucción de la Iglesia Parroquial esta ermita sirvió de Parroquia. Al volver a encargarse de ella la Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno, su propietaria, se hicieron algunas obras en el año 1951 y se la dotó de bancos, todo ello costeado por los hermanos. La imagen titular se salvó de ser destruida durante la guerra civil porque, el entonces Tesorero de la Hermandad, la sacó de noche del camarín, y encerrada en un cajón la enterró en el campo. Por esta causa se aprecian algunas desconchaduras y desperfectos en el estuco de la cara y manos de la imagen.

 

En la misma guerra se perdió la rica túnica bordada que lucía en las procesiones; aquella túnica tardó en hacerse muchos años y se costeó con limosnas de todos los vecinos. También se perdió una maravillosa cruz de plata que poseía, de la misma factura y donada por el mismo bienhechor desconocido que donara el juego procesional de la Parroquia. Tenía la cruz un alma de madera ligera y a ésta quedaban atornillados los ricos remates y las planchas con relieves de la Pasión que formaban la cruz, en trabajo repujado y cincelado. Se guardaba esta cruz en la última casa del Cantón Alto, esquina a la calle Collados, casa que fue de tío Prevente, luego de su hija Serafina; de ella pasó a su marido Rafael Álvarez, y luego los herederos de éste. Por tal causa se la conocía por el nombre de la “Casa de la Cruz”

 

Por devoción de Don Ezequiel Álvarez Castillo y su esposa Doña María Lara, se llevó a término la construcción de unas andas procesionales para la imagen, hechas de plata. Aunque la labor y riqueza apreciable, no pudo hacerse, como fuera el propósito, una obra pareja a la cruz; ni la mano de obra ni los medios de que se disponía consintieron igualar con aquélla, aunque con ellas se dio majestad y riqueza al paso de Nuestro Padre Jesús. Lucieron bastantes años, y al fin corrieron la misma suerte que la cruz, siendo fundidas para aprovechar la plata durante la guerra civil.

 

Era propia de esta ermita una pieza de tierra de nueve celemines, y otra huerta de una fanega y tres celemines, que labraba el ermitaño, gravadas con carga de tres misas que se decían ante la imagen, y censo de dos fanegas y media de trigo que se pagaban a la Capellanía de Don Fernando Álvarez de Sotomayor, lo que sobrara de la renta debía aplicarse a obras y mejoras de la ermita.

En su atrio, al fondo y a la derecha, hay un pequeño huerto cerrado con baranda de hierro, sobre una bancada de asientos de piedra de cantería. En medio de él se levanta una cruz de piedra labrada, única que escapó indemne del destrozo de la guerra. Esta cruz dicen que ocupa el lugar exacto donde cayera muerta la mula que portaba la imagen de Jesús. Cuenta una leyenda que, en fecha remota e imprecisa, pasó por el pueblo un trajinante con su mula, en la que porteaba voluminoso fardo. Al tomar el camino de Alcalá, que entonces subía en derechura de la ermita sin dar la vuelta por la Calzada, cayó la mula, reventada por el peso del bulto. Acudieron los vecinos a socorrerlo, y tantas veces como se intentó mover la caja fue imposible hacerlo, como si estuviera clavada en el suelo; en vista de ello se ordenó hacer la ermita y en ella quedó la imagen, sin que se supiera más del trajinante, que desapareció misteriosamente.

 

Digamos otra vez que el pueblo cree que esta imagen salió de las manos de Montañés, aunque nadie- que sepamos- la ha estudiado, y por tanto no hay base para tal atribución. La cruz y la túnica procesional que hoy luce, así como las potencias y otros adornos, han sido costeados recientemente por algunos devotos y con fondos de la Hermandad. El deterioro de la imagen es visible y aumenta cada día, por lo que sería discreto hacer un estudio de ella, previo a su reparación, que cada día se hace más necesaria.

 

Símbolo de la religiosidad de nuestro pueblo fueron las cruces que se colocaron, en el curso de los años, en diversos lugares de él; algunas fuera del casco de la población, como la Cruz de San Cristóbal, en el punto más alto de la Acamuña, y la Cruz de Palo en el camino de Fuente Teta, en donde, después de desaparecida, quedó su recuerdo en una era que lleva su nombre, también desaparecida ya. Estaba en lo alto del Estacar, en el olivar de Banderas. De estos últimos años data el emplazamiento de otra en el cerro del Castellar, que instalaron los dueños del Cortijo de Fuente Rueda para festejar allí la Cruz de Mayo.

 

La más hermosa y de mejor traza que hubo en la población estuvo en la plazoleta de la iglesia, al principio del Cascajar. Seguramente estaba en el mismo lugar cuando aquella plazoleta era el osario donde se depositaban las mondas que se hacían de las sepulturas de la iglesia, hasta que se hizo el cementerio de San Antón. Los pedazos de esta cruz, rota durante la guerra civil, estaban recientemente en la misma plazuela, arrimados contra el muro de la iglesia. En el rellano que hacía, y hace, la Cuesta de Capuchinos al partirse en dos brazos -uno que sube a Puerta Real y el otro que va a parar a la Calle Alta-, hubo otra cruz de piedra, muy sencilla, cuyos pedazos servían últimamente de poyo a las casas de aquella vecindad.

 

Otras dos cruces de piedra se han reconstruido después de haber sido rotos durante la guerra civil, y, aunque siguen en el mismo lugar que estuvieron siempre, han variado de emplazamiento: una es la de San Antón, que por los ensanches de la carretera vino a quedar adosada a las paredes de la ermita; la otra es la Cruz Verde, que por la misma causa se colocó en el andén superior de la calle Alta. Las dos son de piedra de cantería y traza sencilla.

 

Todo el camino que conduce al Calvario estuvo jalonado de cruces para rezar las estaciones de la Vía Dolorosa, cuya primera estación se hacía en la Cruz Verde. Las del Calvario sólo tenían de piedra un sencillo basamento formado de un solo bloque escuadrado, y sobre él estaba engastada el asta de una escueta cruz de hierro. Debió ser la obra más moderna de esta clase, contemporánea de la ermita del Calvario, y consideramos la más antigua la de la plazuela de la Iglesia, que se conoció siempre con el nombre de la Placeta de la Cruz.

 

Dejamos a un lado, por ahora, otras referencias sobre el caudal de nuestra Iglesia en tiempos pasados, para continuar anotando otros edificios religiosos que antaño hubo en nuestro pueblo, y trataremos del Convento de Capuchinos, cuyo nombre perdura en la Huerta del Convento.

 

Álvarez de Morales, Rafael: Con un castillo en su nombre, historia de Castillo de Locubín. Págs. 185-190. Ayuntamiento de Castillo de Locubín. 1992.